Liverpool



Por Víctor David López. Nunca he estado en Liverpool. A decir verdad, no he pasado ni cerca. No lo ubico en el mapa, no sé ni en qué parte de Inglaterra queda. Lo más lejos de casa que he estado ha sido Santander. Allí veraneo. De su puerto zarpa, tres veces por semana, el Brittany Ferries. Es lo más cerca que he estado de Liverpool en mi vida.

Bueno, para ser sincero, estuve cerca otra vez. Sé que es complicado de comprender, no intenten entenderlo, sobre todo si no han nacido a orillas del Pisuerga y no conocen los hechos de la noche del miércoles 24 de enero de 1996. Estaba intentando tragar el primer pedazo de cena que con mucho tacto me había cocinado mi madre para digerir lo mejor posible las siguientes horas, pero no había manera. No me entraba nada. Habíamos vuelto a perder. Perdíamos como niños. Éramos los campeones del mundo de las derrotas, nos ganaba hasta un equipo de cojos, o una residencia de ancianos, desplegábamos un fútbol propio de solteros contra casados, la subida y la bajada al estadio se había convertido en un cortejo fúnebre donde el muerto era mi equipo, y nosotros, plañideras. Estábamos tocados y hundidos. 

Peor no se podía jugar a esto. No se ha visto un equipo tan mediocre en la historia de cualquier deporte. Los chavales lloraban, los padres y las madres discutían, los abuelos miraban atrás con nostalgia, éramos terribles, no andábamos cerca de ganar pero ni de casualidad, ni equivocándonos, ni aunque el árbitro expulsara medio equipo contrincante. Éramos lo más parecido a mi equipo de fútbol sala de la infancia que –no es ninguna excusa: nunca contaba con mi presencia en los partidos porque me coincidían con la catequesis– recibía de media un par de sacos de goles cada fin de semana. Aquella patética noche invernal, el Valencia le había metido cinco al Pucela de Rafa Benítez en el Nuevo Zorrilla, y yo quería estar bajo tierra.

A nosotros, que levantamos la Copa de la Liga del 84. Nosotros, que morimos con las botas puestas en la Recopa contra el Mónaco, yo estaba allí con mi padre. Nosotros, que jugamos la final de la Copa del Rey contra el Athletic de Zarra y el Piru Gaínza, y más tarde contra Real Madrid de la Quinta del Buitre, y estuvimos a puntito de ganar, a puntito, con el Profe Cantatore. Nosotros, que habíamos crecido con posters de nuestros ídolos por toda la habitación, hasta en el techo. La joya de mi corona era uno de Eusebio Sacristán, el de La Seca, envuelto en el manto sagrado blanquivioleta.

Me tranquilizó un poco al día siguiente leer en el periódico local que el club había hecho memoria y estaba de nuevo tras los pasos del profe Cantatore para intentar resolver este desaguisado, aunque claramente ya era demasiado tarde. Si existía alguien que pudiera sacar esto adelante, ese era el Profe, de eso no había ninguna duda, aunque el equipo estuviera en la UVI, pisoteado en las profundidades de una lista de rivales que nos ignoraban. Lo que nadie sabía era dónde demonios podría estar el míster. El rosarino, que como jugador fue todo un campeón, como entrenador era un mito desde su etapa chilena en el Cobreloa, con aquellas dos finales de Copa Libertadores que se le escaparon –una de ellas ante el Flamengo de Zico y Júnior– a principio de los ochenta. Quizá si las hubiera ganado jamás hubiera recalado en Pucela. Eso nunca se sabe, hubiera cambiado la historia del fútbol chileno, la historia del fútbol latinoamericano. Posiblemente hubiera tenido las miras más altas y estas líneas nunca se hubieran escrito.

Al profe Cantatore, en definitiva, le encontraron. Y, gracias a Dios, firmó el contrato. El diario mostraba su foto sonriente en su regreso, a pesar del reto magnánimo. Sonreía a doble página, y yo con él, esquivando por unos segundos la dureza del objetivo. Mi padre no apostaba un duro por el equipo. Y razones no le faltaban.

Estratégicamente, la vuelta del profe llegaba en un momento perfecto. Más allá de los resultados, que habían sido paupérrimos, sonrojantes, llevándonos al borde del precipicio, estaba asomando la época de más frío en Valladolid y nosotros contábamos con la carta del estadio de la pulmonía. Eso no lo podía aguantar nadie que no tenga ya los músculos acartonados y las venas plastificadas. Yo he estado ahí con mantas, termo, dos gorros y el pijama bajo el chándal. Cuando era niño, mi padre no me dejaba subir al estadio a no ser que llevara la ropa de dormir por debajo. Movilidad, la justa, y un proceso de preparación lento y detallista, pero allí lo agradecías. 

Todos los partidos importantes que se disputarían a partir de entonces en Zorrilla iban con pulmonía asegurada para los equipos rivales y sus aficionados, que era ir minando las esperanzas del resto de las hinchadas, porque se iba corriendo la voz. A Pucela viajaban muy pocos seguidores enemigos. No se atrevían. Quedaban diecinueve partidos, era la liga de 22. Precisamente el Real Valladolid fue uno de los equipos que forzó la recordada liga de 22. Ahora aquello nos beneficiaba, nos daba más margen para intentar lo que fuese, lo que quisiera Cantatore que fuera, algo parecido a una aparición divina, un salto al vacío sin precedentes. 

Los meteorólogos no esperaban ahí arriba más de siete u ocho grados ventosos hasta bien entrado el mes de abril. La sensación térmica se quedaba plantada en los cinco o seis grados el día que más. Llegaban también esas semanas de niebla, a veces niebla meona, que te empapaba, y que ayudaban a montar el escenario perfecto. A mí la niebla siempre me ha dado pavor, terror extremo. Temía que alguien extraño iba a aparecer de la nada en cualquier momento. En esas ocasiones me agarraba a mi padre con fuerza y no le soltaba. Le apretaba la mano y el brazo con todas mis ganas.

Tras la debacle del 2-5 ante el Valencia, el Real Valladolid ocupaba la última posición de la clasificación, con 14 miserables puntos, a ocho puntos de distancia del penúltimo. Lo nunca visto. Era ridículo y un reto supremo. Sin embargo, para mejorar más todavía la llegada de Cantatore, antes de sentarse él físicamente en el banquillo, cuando ya estaba cerrado el fichaje pero aún no había aterrizado en la ciudad, el equipo ganó 1-3 en Compostela con Antonio Santos como técnico interino. Los chicos ya habían tomado carrerilla al encuentro con el míster.

Fuimos estirando las piernas, entrando en calor, asentándonos en la competición. Había un duelo contra un rival directo que teníamos marcado con fosforito. El enemigo nos sacaba siete puntos, era el Albacete de Benito Floro. Vigesimoséptima jornada de aquella temporada 95/96. A mi padre, dejándose arrastrar poco a poco por la ola incipiente y tímida de esperanza –que no optimismo–, le dio por decir que si vencíamos ese choque, nos salvábamos. Fortalecía su teoría, además, alegando que también se lo había escuchado decir a Cantatore en la rueda de prensa previa. Aunque el profe era siempre muy comedido, creía firmemente que si ganábamos al Albacete, nos salvábamos.

El Pucela goleó 3-0. Casi nos congelamos en la tribuna, y el Albacete también, en el césped, pero se volvieron calentitos a tierras manchegas. Acabarían descendiendo a Segunda División, los pobres. Desde ese día he buscado y rebuscado copias de ese encuentro y es absolutamente imposible. Fue el partido clave, sin duda. Por suerte lo llevo grabado en mi disco duro mental, en alta definición, con unas cuantas cámaras, repeticiones de las mejores jugadas, estadísticas y todo. 

Todavía hay noches que me las paso llorando. Al final nos salvamos. ¿Acaso no es el fútbol el deporte más fascinante de la galaxia? Lo certificamos en el último partido, frente al Betis, pero ya estábamos casi salvados desde antes. La epopeya incluye pasajes legendarios, que van pareciendo mentira a cada año que pasa, como los ocho goles en Oviedo. Pudo tratarse de una ilusión óptica, de un viaje astral, de una paranoia o qué sé yo. Les metimos ocho. Nuestros nietos pensarán que nos lo estamos inventando.

El día de la salvación supongo que podría enmarcarse entre los más acojonantes de la historia de la ciudad, cuando la camiseta es más importante casi que tu familia, cuando tu mediocentro organizador es una maldita estrella del rock´n´roll, y tú le persigues con la lengua fuera por las avenidas repletas de gente, y cuando tu entrenador es un profeta. Yo me quedaría a vivir para siempre en aquella celebración. Con mi gente. Con aquella edad.

Prefiero los años noventa a los ochenta. De los ochenta salí con mal sabor de boca en el ámbito personal, porque mis padres me llevaron al Viejo Zorrilla a hacer unas pruebas para las categorías inferiores blanquivioletas y fracasé con estrépito. El campo estaba a punto de ser derruido ya, iban a montar un Corte Inglés. Por aquel entonces allí programaban algún entrenamiento de chavales y poco más. Yo conocía bien el terreno ya que mis abuelos vivían justo al lado, en el barrio del Cuatro de Marzo. Mi madre y mis tíos se habían criado por allí. Antes de que echaran abajo el campo no perdí la oportunidad de hacer pública mi demolición como proyecto de jugador de fútbol. Aquellos minutos en los que pude convertirme en futbolista fueron angustiosos. No recuerdo haber pasado más vergüenza en mi vida. En cuanto me dieron el peto me empezaron a temblar las piernas. Un primo mío era el otro representante de la familia: otro fracaso, obviamente. Después de media hora que pareció un lustro dejé mi peto donde lo había encontrado y me fui a mi casa.

La temporada siguiente a la de la milagrosa salvación, la 96/97, fue una borrachera antológica que nos duró desde septiembre hasta junio. Una barra libre escandalosa. La llamaron la liga de las estrellas y nosotros resplandecíamos como las que más. En Zorrilla cayó hasta el Barça de Ronaldo. El mejor Ronaldo, el fenómeno. El Ronaldo que regateaba a todo el Compostela. Les metimos tres. Sentimos por primera vez lo que se sienten los que ganan casi siempre, y eso en un equipo humilde sabe diferente. Nos queríamos más, éramos más amigos, nos besábamos más, nacieron más hijos, las familias cenaban juntas frente a la tele porque a los postres emitían los resúmenes de los partidos, las semanas pasaban fugaces como una noche de las antiguas fiestas de San Mateo, o como cualquier viernes cuando éramos el terror de los bares de la calle Paraíso. “¡El año que viene: Pucela-Liverpool!”, cantábamos todos a una, al ritmo del barco de Chanquete. Una cosa de locos. Si todo seguía su curso, me vería obligado a presentarme en una agencia de viajes, con la cabeza bien alta, para reservar mi camarote en el Brittany Ferries.

La tarde que nos clasificamos para disputar la siguiente edición de la Copa de la UEFA, 1-0 en Zorrilla al Hércules con gol de penalti del Mami Quevedo, es el primer recuerdo futbolístico en vivo y en directo de mi hermano. Era la penúltima jornada de la 96/97 y él acababa de cumplir once años. Mi padre nos llevó a los dos al estadio a ver al mejor equipo sobre la faz de la tierra. Fue nuestro gran día. Ahora, veinte años después, mi padre ya no está, ya nadie me lleva al fútbol con el pijama por debajo. Mi hermano es un fanático del balón, de todos los tamaños y colores, ha presenciado cientos de encuentros pero jamás se le olvida lo que vivió en aquel partido que nos devolvió a Europa. Defendieron la camiseta blanquivioleta César Sánchez; Santamaría, Julio César, Marcos, Juan Carlos; Harold Lozano, Álvaro Gutiérrez; Fernando; Benjamín, Quevedo; y Víctor. Saltaron al césped también Peternac y Soto. A estos trece tipos me los llevo yo para la tumba.

En estos últimos veinte años hemos sufrido mucho en la vida y en la grada. En ambas facetas nos han herido muy profundo. Nos llegamos a abonar todo el grupo de amigos, en los buenos tiempos, en una esquinita barata del estadio, allí arriba. Hemos llorado la absurda e injusta destitución del profe, en prime time radiofónico. Fuimos al funeral del presidente Marcos Fernández, en un polideportivo de Parquesol. Llevábamos el escudo enroscado a la espina dorsal.

En los malos tiempos, después de sentir en nuestro propio hígado un descenso tras una goleada inservible, tras de estar más de media hora salvados durante la última jornada, nos volvimos a abonar, pero esta vez solo mi amigo Antonio y yo, en Segunda División. Fue el año más desagradable de toda mi vida. Uno llevaba la manta, otro el termo con el cola-cao calentito, y a nuestro alrededor sobrevolaba una nube de indiferencia dañina que iba haciéndonos mayores. De aquel año solo recuerdo insultos: insultos a los jugadores, insultos al árbitro, insultos a los dirigentes. Cayó del cielo algún partido bueno en Copa, puros espejismos, y unas seis o siete desgracias claras y calamitosas contra bandas que parecían incluso peores que la nuestra.

Una de esas tardes en las que éramos algo insignificante en el deporte español y una raquítica sombra de nuestro pasado, vimos cómo en la tribuna de enfrente el personal de la Cruz Roja accedía a la zona de butacas para atender a algún aficionado. Quince días después, en el siguiente partido como locales, por la megafonía del estadio anunciaron que se guardaría un minuto de silencio por aquel aficionado, que falleció allí mismo, aquel día, de un infarto, desesperado. El minuto de silencio, como era de esperar, se pobló de insultos en nuestro sector: “¡Nos vais a matar a todos, hijos de puta!”, gritó uno, casi en mi oreja. Yo me eché la manta a la cabeza y allí dentro me quedé. No he vuelto a pisar Zorrilla. ¿Acaso no es el fútbol el espectáculo más deprimente que puedes encontrar en esta ciudad?

La depresión me duró años, me alejé del equipo –cosa que nunca hubiera imaginado–, y hace poco llegué a la conclusión de que, para sanarme, tenía que hacer algo para conmemorar el vigésimo aniversario de nuestro gran día europeo, y de paso para el 90º aniversario del club. Si el profe Cantatore se había quedado a vivir en Valladolid, lo cual era lógico porque es una ciudad que marca, para bien o para mal, marca, qué menos que ir a hacerle una visita con mi hermano y, en nombre de mi padre, darle las gracias por aquellos meses de gloria que nunca más volvieron ni volverán. Tenía que ir a casa del profe a darle un abrazo caliente como una manta y un termo, y un regalo, ya se nos ocurriría algo.

Sin embargo, cuando eres del Pucela todo es terriblemente más complicado. En cuanto echó a andar el plan comprendí que no iba a resultar nada fácil sacarlo adelante. Me dijeron en el club que de todo esto que estamos hablando, del gol del Mami, de los goles del croata, de las pulmonías, del 3-8, de la remontada insuperable, de la UEFA, de los cánticos del Liverpool, de la Copa del Rey, de todo esto que venimos recordando, el profe no se acuerda. Cantatore no se acuerda de nosotros. Yo no lo podía entender. Te puedes haber olvidado de la jornada 29 de la temporada 1995/96 o de la jornada 15 de la 96/97 pero no te puedes olvidar del 3-8 en el Tartiere, por lo que más quieras, eso se lo lleva uno tatuado al más allá. De los cinco goles del croata, del triplete del Mami, no puedes olvidarte de que nos metiste dos veces en Europa en décadas sucesivas. Yo me acuerdo de cada gesto, profe, me acuerdo de cada mirada.

El desafío era mayúsculo, pero mi hermano y yo no nos vinimos abajo. Decidimos entonces que le íbamos a reunir en una carpeta todos los recuerdos del mundo. Todo lo que pudiéramos recuperar de aquellos días. Crónicas, fotos, alineaciones, entrevistas, reportajes, todo. El Profe tenía que recordar, tenía que seguir disfrutándolo, iba a recibir una sobredosis de memoria. Manteníamos la idea de llegar hasta su casa y, previa entrega de la documentación, darle un abrazo y las gracias, aunque nos doliera todo aquello. En el nombre de nuestro padre, de nuestros futuros hijos.

Conseguimos la dirección de don Vicente. Vivía en un pueblito cercano a la ciudad. El día señalado llegamos allí mi hermano y yo. Nos acercó mi amigo Antonio en su coche. Yo iba muy decidido, llevaba semanas preparándome para ese momento. Me costó, porque jamás de los jamases me había atrevido a cruzar ni media palabra con algún integrante del equipo de mis amores, jamás. Y eso que mi padre me llevaba a entrenamientos, donde los niños iban a pedir autógrafos al final de la práctica. Yo me quedaba bloqueado, era enfermizamente tímido. Nunca me acerqué a nadie: ni entrenadores, ni jugadores, ni masajistas, ni preparadores físicos, ni médicos, ni chavales de la cantera, ni directivos. Nunca. Pero ese día estaba muy preparado. Además, y aunque la niebla había bajado a nuestra altura, sin piedad, ejercía de hermano mayor y tenía que guardar las formas. Subimos cuatro escalones que guiaban hacia una bonita y enorme puerta de madera.

Mi principal error fue no impedir que me atacaran los recuerdos más variopintos de los buenos tiempos. Eché la vista atrás y me dolió. Los primeros recuerdos que yo conservaba eran de un partido aburrido frente al Sabadell, cuando los catalanes estaban en Primera. Parecía la prehistoria o la edad de piedra. Mi padre y yo fuimos con unos vecinos. Recuerdo a Juan Carlos tirándose a ras de suelo a salvar una pelota que se iba por la línea de banda. Él inventó las segadas que luego ensayábamos en el patio de colegio con resultados lamentables. Creo que salimos del estadio antes de que acabara el partido, por el frío. Quiero decir, antes que habitualmente, mi padre siempre fue de esos que salían a por el coche en el minuto 85 como muy tarde; la verdad es que se montaba un buen jaleo ahí afuera, era un sabio mi padre. Algún día nos perdimos algún gol.

Me sorprendieron imágenes de Minguela, de Moré, de Peña, de Onésimo regateándose a sí mismo, del Morrosco Alberto, de Goyo Fonseca. Eran nuestra gente, eran nuestros, les habíamos parido. Chicos a los que querríamos como yernos, como nietos o como tíos. Me visitaron escenas de la subida al estadio, ya más mayor, con los amigos, todos en procesión, con futuro, sin problemas, todos juntos.

En todo eso estaba pensando yo en la puerta de la casa de Cantatore mientras esperábamos que su hijo, con el cual habíamos concertado la breve visita, acudiera a la llamada de la campanilla. “Con vosotros en esta misión van las esperanzas y generaciones y generaciones de hinchas del equipo”, me había dicho mi amigo Antonio. Su vehículo nos llevó despacito hasta el punto exacto. La densa niebla obligaba a tomar muchas precauciones en la carretera. Se fue igual de despacio, dejándonos a mi hermano y a mí ante nuestro destino.

Marcelo, el hijo del profe, ya nos había puesto al tanto de la delicada salud de su padre, y de lo poco que se prodigaba en su vida social. Hasta hace poco tiempo sí que jugaba a las cartas, o hacía como que jugaba, en un centro de jubilados cercano –imagen agria pero solemne para un campeón–, pero ya no tenía tanta fuerza y conservaba muy poca lucidez.

Se me aflojaron las piernas, no me hizo falta ni que me dieran un peto. Mi hermano estaba bien, o lo disimulaba mejor. Mi derrumbe definitivo vino cuando el hijo del profe abrió la puerta –era una casa bien grande– y en el hall aparecieron fotos enmarcadas gigantescas, auténticos carteles, de las plantillas de aquella época. Desde el Cobreloa chileno hasta los buenos festejos del Pucela. El cartel más grande era de Eusebio. Se me escapó una lágrima por el ojo derecho. Si así era el vestíbulo no me quería ni imaginar cómo puede estar el resto de la casa. Aquello iba a ser sangrante.

Por supuesto, llegó la bajada de tensión. El cartel, gigantesco, me hizo trizas. El miedo no se iba. A duras penas conseguí mantenerme en pie. Yo miraba a Eusebio, el de La Seca, qué clase tenía, madre mía, qué pedazo de pelotero, qué saber estar. Hasta cuando ya estaba un poco veterano le hizo un gol de falta al Mono Montoya, que jugaba en el Mérida, desde su casa. Zorrilla se venía abajo. Por eso decían Cruyff y Rexach en aquel Dream Team que el pucelano no remataba de cabeza nada bien, no robaba muchos balones, no era rápido, no metía pases definitivos y no chutaba con potencia, pero aún así era el mejor del Barça.

Marcelo nos condujo por una serie de pasillos que desembocaban en un vestidor junto a una sala, al fondo de la planta baja de la vivienda. Pude ver en la distancia que varios muebles antiguos rellenaban las paredes, y se repartían por el espacio un par de sofás y un par de sillones. Sentado en uno de esos sillones, con un cojín para la espalda a la altura casi de la nuca, tenían colocado cómodamente al profe. Primero pensé que se trataba de una imagen tierna, en cambio, acto seguido una tristeza absoluta nos aplastó el pecho, nos lo deformó. No estábamos preparados para una verdad tan cruda, tan a plomo y tan injusta.

Me desplacé unos pasos hacia la derecha, para abrirme ángulo, y observando detenidamente la ubicación del profe en el salón, me di cuenta de que aquel sillón en el que pasaba las horas quedaba justo delante de una pantalla de televisión, plana, moderna, pero no muy grande. La curiosidad me obligó a intentar averiguar lo que estaba viendo el profe. Me separaban de la puerta de la sala tres o cuatro metros aproximadamente, más otros tres o cuatro metros de distancia de la puerta al sillón, con varios obstáculos durante el trayecto, pero comencé a distinguir por lo menos algún color en la pantalla. Concretamente el verde. Supuse que estaba viendo un partido. Busqué los ojos de mi hermano como el que se despide para siempre y, aprovechando que el hijo del profe se había girado para sacar dos vasos de un mueble bar cercano y servirnos una bebida de cortesía, alcancé la puerta de la sala con tres certeras zancadas.

No tardé ni cinco segundos en adivinar el partido que el profe estaba viendo. Era el 3-0 al Albacete. El 3-0, mejor dicho, mi 3-0, quiero decir, nuestro 3-0. Mi primer sentimiento fue de estupefacción. Tras veinte años buscando ese partido quise creer que era una reacción lógica. ¿Pero de dónde demonios lo había sacado? ¡Ni lo retransmitieron! ¿Cómo era posible que existiera esa copia? Lo había buscado por toda la ciudad, por toda la Comunidad y hasta me fui al Rastro de Madrid y estuve entrevistándome con un tipo que tenía las cintas de vídeo organizadas por temporadas. De la 95/96 tenía mínimo 150 partidos grabados y este no se encontraba entre ellos. Y si no lo tenía ese loco, no lo podía tener nadie.

Era El Partido, sin duda. Me volví en silencio hacia mi hermano, con un semblante histérico, cargado de emoción. Hice una mueca de media sonrisa incrédula hacia el hijo, que sujetaba dos refrescos asintiendo con gesto relajado y lleno de orgullo. Ambos se unieron a mí en la puerta de la sala. 

A nosotros el profe ni nos vio. Pero a su hijo lo tenía muy bien localizado. Cuando llegó el segundo gol en la pantalla, el del croata, se intentó girar, fatigado, con suma dificultad, arqueando el cuello, mirando casi de reojo y le dijo: “Che, Marcelito, yo creo que si ganamos este, nos salvamos, ¿viste?”.




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