Invisibles (capítulo del libro "Brasil, Golpe de 2016")
"Existen dos clases sociales: la de los que no comen, y la de los que no duermen por miedo a la revolución de los que no comen" (Milton Santos).
6:30 de la mañana. Salvador de Bahía. María se va a estudiar sin desayunar. Luego vuela hacia el mercado del barrio. Llega justo a la hora de cerrar, recoge como siempre las sobras que hay por las cajas para preparar la comida a João y a José, con la ayuda de Marília y de Marineide. Al final de la misión, lo que ha conseguido no le da ni para un entrante. “Diez bocas”, solía decir su padre, entre botella y botella, entre paliza y paliza. Por suerte, María hace magia en la cocina, todos en su casa lo saben. María tiene nueve años de edad. Marília, Marineide, João y José son algunos de sus ocho hermanos. Todos negros. E invisibles.
6:30 de la mañana. Salvador de Bahía. María se va a estudiar sin desayunar. Luego vuela hacia el mercado del barrio. Llega justo a la hora de cerrar, recoge como siempre las sobras que hay por las cajas para preparar la comida a João y a José, con la ayuda de Marília y de Marineide. Al final de la misión, lo que ha conseguido no le da ni para un entrante. “Diez bocas”, solía decir su padre, entre botella y botella, entre paliza y paliza. Por suerte, María hace magia en la cocina, todos en su casa lo saben. María tiene nueve años de edad. Marília, Marineide, João y José son algunos de sus ocho hermanos. Todos negros. E invisibles.
En los años sesenta y en plena dictadura
militar, ni se soñaba con el programa social “Bolsa Familia”, que garantiza la
alimentación básica de familias con hijos a su cargo, además poniendo a la
mujer como receptora de la ayuda. Ese programa del gobierno Lula retiró a 36
millones de Marías de la miseria y mejoró la calidad de vida a 50 millones de
personas muy pobres. Según la FAO, Brasil redujo en un 75% la extrema pobreza.
Sin recursos, semianalfabeta y tras
sufrir algunas agresiones de su marido, la madre de María dejó a los nueve
hijos a cargo del padre alcohólico, como en un trágico “colorín, colorado, este
cuento se ha acabado”. Desapareció. María, con ese panorama sociofamiliar, una
bolsa con un par de prendas gastadas y quince años recién cumplidos, se subió a
un autobús rumbo a Río de Janeiro con algunas de sus hermanas, todas dispuestas
a enfrentar 48h de salto al vacío por una carretera tan agujereada que más bien
parecía que viajaban en un tuk-tuk por la superficie de la luna.
La meritocracia le decía que si se
esforzaba lo conseguiría todo. Y la verdad es que consiguió algunas cosas, no
sabía si buenas o malas. Se casó y tuvo tres hijos. También consiguió trabajar
como empleada del hogar y cocinera, bajo los 40 grados de Río, con un carrito
de bebé al lado y un marido irresponsable por gusto y vocación, y consiguió ser
la reina de las comidas y dulces bahianos. Estudió con ayuda de su familia
carioca y opositó para técnica de enfermería. Aprobó, y cuidó durante toda su
vida a bebés prematuros. Se libró/divorció de su marido en la época en que era
casi un delito hacerlo. En su lucha como mujer, negra, divorciada, pobre, migrante
y nordestina, también coleccionó traumas, veranos sin vacaciones, enfermedades
y crisis económicas cuidando a sus hijos sola. La meritocracia no le avisó que
todo eso no le saldría gratis. No tenía ni energía, ni tiempo, ni información
suficiente para enterarse de la época brutal que vivía en su país, en pleno
auge de la dictadura militar.
Los hijos de María nacieron y crecieron
en barrios obreros de Río de Janeiro. Tuvo que pagar al mayor los estudios
privados, no tenía a nadie que le cuidara y la escuela particular era la única
que estaba cerca de casa; se graduó como informático y le costó a María algunos
años más sin vacaciones. La facultad pública no era para todos y ese mensaje
llegaba de manera muy directa, bastaba con darse una vuelta por los parkings de
las universidades y admirar los cochazos importados. Mayoría blanca en las
aulas aunque Brasil, según el IBGE, cuente con un 53% de personas negras. Los
pasillos de la universidad le sonaban a chino: “Mi padre me ha regalado un
viaje a Orlando”. Los estudiantes de los barrios pobres de Brasil casi siempre,
al terminar la clase, iban al trabajo, para conseguir llevar dinero a casa.
La hija mediana de María también
necesitó ayuda económica de la familia para lograr estudiar un curso
preparatorio para la selectividad, pero ella, a diferencia de su hermano mayor,
quería entrar en la universidad pública, y no en la privada. Era cuestión de
orgullo. En Brasil, la prueba de acceso se había convertido en una lucha de
clases en la que prevalecía la calidad de la escuela de la que provenías. En
2002, mediante leyes estatales, se comenzaron a implementar los llamados
Programas de Cupos, que, con el objetivo de disminuir las desigualdades en el
campo de la educación, reservan plazas en las universidades públicas para
grupos específicos, en su mayoría personas negras e indígenas. En 2012 llegó la
ley federal que apuntalaba este sistema. La hija mediana aprobó para Pedagogía
en la UERJ pero no entró por cupo, aunque le hubiera gustado participar de esa
rebelión de las masas. Entró sin más.
La pequeña sí disfrutó de otros
programas, y posteriormente estrenó su pasaporte con un año de movilidad
académica dentro de otro programa gubernamental, "Ciencias sin Fronteras". Los
programas en el ámbito de la educación ya superan todos los registros. El
ProUni, por ejemplo, garantiza becas integrales o parciales a 1,4 millones de
universitarios; el FIES financia las mensualidades a 1,6 millones de
estudiantes, el Plan Nacional de Educación reserva un 10% del PIB para gastos con
la educación; el Instituto Rio Branco -carrera diplomática-, tradicionalmente
aristocrático, ha instaurado becas para brasileños afrodescendientes. Acciones
envidiables en cualquier país desarrollado pero que en un país tan clasista
como Brasil son imperdonables, principalmente cuando la idea proviene de un
presidente operario, sindicalista, del pueblo y sin estudios universitarios. Aún
peor si Dilma Rousseff, la primera mujer presidenta del país, da continuidad y
mejoría a esos programas.
María, actualmente, ante el trato de la
clase política, solo tiene fuerzas para decir: “Estoy cansada”. Sus hijos, con
el arma de la educación, pretenden luchar para que ella y millones de
brasileñas y brasileños tengan y mantengan, entre otros principios básicos, una
jubilación digna, una educación pública de calidad y para todos, y un país más
igualitario y sin odio de clases.
¿Y qué pasaría en Brasil después de un
golpe de Estado? Seguramente, María, en su humilde pisito de la zona norte de
Río, se daría cuenta en una triste tarde de que su piel negra del sol de Bahía
empezaría a clarear, hasta volverse invisible otra vez. Intentaría gritar y
pedir ayuda a su hija pequeña, que todavía vive con ella, pero se asustaría al
verse sin voz y al ver que a su hija le sucede lo mismo: es invisible. El
mayor, desde otro barrio más alejado, aterrado con la invisibilidad de sus
hijos recién nacidos y de toda su familia, intentaría ver las noticias para
saber qué estaba pasando; sin embargo, todo va bien según Globo. La mediana se daría
cuenta de que su desesperación y parte de su lucha en forma de texto se irían
borrando de este libro, hasta llegar a dudar si lo había escrito o no, si lo
había publicado o no, si seguía habiendo lectores o no. Le atacaba una
laberintitis ideológica aguda. A la mediana nunca le gustó estar encima del
muro, en el medio, en terreno neutral. Si ocurriera un golpe en Brasil en pleno
año 2016 y el pueblo, aun sin rendirse, perdiera la batalla, estaría en el lado
en el que siempre estuvo, en el lado del corazón. El lado rojo e izquierdo del
pecho.
Aline Pereira
(Capítulo extraído del ebook "Brasil, Golpe de 2016", publicado por Ediciones Ambulantes en mayo de 2016. DESCARGA GRATUITA AQUÍ).
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